Columnas de Opinin

En1999 regresé por unos días a Estados Unidos, después de haber vivido allí durante varios años y de haber estado un año por fuera. Iba para una conferencia y llegué directamente del aeropuerto a un auditorio repleto, así que mi primera impresión de ese país, después de meses de ausencia, fue la de una sala llena de gente: pero, más que eso, una sala llena de cuerpos obesos.

“¿Por qué todo el mundo es tan gordo?”, fue lo primero que se me ocurrió, aunque la visión no me hubiera causado ninguna sorpresa si no fuera porque llevaba una temporada larga desacostumbrándome al tamaño del estadounidense promedio. Yo mismo había sido uno de esos cuerpos excesivos hasta un año antes, cuando había partido para Europa agobiando mi butaca de avión de mis 25 kilos por encima de un peso normal. Durante los doce meses siguientes los perdí todos, sin dietas ni esfuerzos, por la sola virtud de haber puesto 5.000 millas entre la alimentación de ese país y yo.

Desde entonces me volví sensible a los asuntos de sobrepeso —el mío y el de la sociedad—, y por eso me preocupa la felicidad con la que la ciudad está acogiendo, cuando aún el tratado de libre comercio con EU ni siquiera ha entrado en efecto, la creciente presencia de productos alimenticios de ese país en algunos almacenes de cadena locales. Nuestra sociedad, que siempre ha vivido con un pie en Miami y otro acá, no termina de alegrarse por la novedosa abundancia de ingredientes y comidas gringas: de sus chocolates sin cacao, de sus aderezos ultracalóricos, de sus carnes inyectadas con agua, antibióticos y hormonas, de sus pizzas para recalentar y sus cenas para micro-hornear. Llegan en atractivos empaques en los que solo por allá en una esquina, perdido entre un vademécum de sustancias sintéticas, en expresión siempre adjetivada, se encuentra algún componente familiar, en una forma apenas reconocible: “pasta de pollo mecánicamente despresada”, “azúcar líquida invertida”, “aromatizante de vainilla, igual al natural”.

Las calorías más baratas del mundo son las calorías norteamericanas. Por eso, las presiones económicas para que se imponga en la ciudad, y en el país, una alimentación inspirada en la gringa serán demasiado fuertes. El fenómeno ya comenzó en el norte de la ciudad –ya que las clases ricas suelen ser las más ingenuas e impacientes cuando de modas importadas se trata–, pero pronto invadirá todos los estratos de la sociedad. Estamos acogiendo con entusiasmo un cambio profundo, general y maligno en nuestra manera de alimentarnos.

El precio que vamos a pagar por ese entusiasmo será altísimo, tanto en sufrimiento individual como en salud pública. Quisiera equivocarme, pero todo apunta a que en una década seremos una ciudad enferma y obesa, a que las principales causas de muerte de nuestros hijos serán las enfermedades cardiovasculares, la diabetes y el cáncer. No se trata de una alarma sin fundamento: como sucede muy pocas veces en la historia, en este caso tenemos una bola de cristal, en la que podemos ver en qué estamos destinados a convertirnos si no hallamos la disciplina de abrirnos al libre comercio sin ahogarnos en el tsunami de calorías baratas que llegarán del norte. Esa bola de cristal es México.

Hasta comienzos de la década de los 90 los problemas alimentarios de la sociedad mexicana eran los de la mayoría de los países en desarrollo: desnutrición y, en algunos casos, hambre. Apenas quince años después, hacia 2010, era innegable que la situación había cambiado de manera radical, y no para bien. De la carencia de alimentos se pasó a un exceso malsano, y hoy México es uno de los países más obesos del mundo.

Es el primero en sobrepeso entre adultos (7 de cada 10 personas) y también en obesidad infantil (1 de cada 3 niños). En obesidad mórbida solo lo supera Estados Unidos. Los servicios de salud del Estado gastan más de tres mil millones de dólares al año en tratar enfermedades relacionadas con la gordura. La principal causa de muerte —algo nunca visto en la historia— es la diabetes. Los ingenieros de transporte han tenido que recalcular a la baja las capacidades de los buses y los vagones de metro, ya que cada vez cabe menos gente en ellos.

¿Cómo fue que un país con hambre se transformó en menos de una generación en el campeón mundial del sobrepeso? Una palabra, en realidad una sigla, lo resume todo:

Nafta. El tratado de libre comercio que México firmó con EU y Canadá, que entró en vigencia en 1994, abrió las puertas y el apetito de la nación a la comida del norte: alimentos con una densidad calórica imposible en la naturaleza, solo alcanzable gracias a la eficiencia de la industria norteamericana y a los colosales subsidios que el gobierno de EU otorga a la agricultura.

Ningún país puede resistirse al alud de calorías baratas que produce Estados Unidos, y menos los más pobres. Se necesita ser un consumidor sofisticado para saber navegar los anaqueles de la sobreabundancia gringa sin arruinarse la salud, y nuestra sociedad, desafortunadamente, aún tiene como principal criterio de compra el precio. Como lo barato sale caro, y como no hay almuerzos gratis —ni siquiera los subsidiados— la tentación de la comida barata se termina pagando en mayores costos para la salud pública y en el sufrimiento individual de millones de ciudadanos enfermos.

El momento para evitar seguir por el mismo camino es este. En vano México, EU y otros países se gastan fortunas en campañas para reeducar a su población: los hábitos alimenticios, una vez adquiridos en la infancia, son muy difíciles de modificar. Por eso a los niños hay que alejarlos de ciertas comidas y hábitos alimenticios del mismo modo en que se les aleja del alcohol, los cigarrillos y las drogas. Nuestro ya insuficiente sistema de salud no resistiría la carga adicional de una población agobiada por el cáncer, la diabetes, los problemas cardiovasculares y las demás dolencias que genera la gordura. Y nuestros hijos no tienen por qué pagar ese precio por el progreso de la nación.

El caso mexicano debe preocuparle sobre todo a Barranquilla, que por ser la puerta de llegada del TLC a Colombia, será la ciudad que primero conocerá las consecuencias de una epidemia de obesidad en nuestro país.

Estamos destinados a ser el indicador, como esos canarios que se usaban antes en las minas de carbón para detectar gases tóxicos y que señalaban, con su muerte, la presencia del veneno.

Por Thierry Ways
ca@thierryw.net

16 de Marzo de 2012